El Universo de papel y el espacio ideal del Renacimiento



Ocurrió que los hombres empezaron a pensar que el Universo entero cabía en sus cabezas. O mejor dicho, empezaron a pensar que lo que en adelante llamarían Universo no sería más que aquello que sus cabezas pudiesen alojar. No era tarea fácil porque, al fin y al cabo, sabían lo poco que de esos pobres receptáculos cabía esperar, pero aún así algunos emprendieron la labor y empezaron a imaginarse la realidad como un inmenso, infinito, papel en blanco, lienzo en blanco, sobre el cual la mente pudiese ir trazando fabulosos caracteres, configurando así el sitio en el que tendrían lugar las cosas y el modo en el que éstas sucederían.

Fantaseando un espacio infinito de infinitas formas entendieron que mente y mundo confabulaban, que la mente se expresaba haciéndose estelar materia en los inagotables pliegues y circuitos del Universo, y que el Universo se cifraba y se resumía en la densidad inaprensible de la idea. Y si así ocurriese estaríamos ante el más grande de los prodigios, ante la más excelsa de las taumaturgias, porque ni que decir tiene que aquel que lograse penetrar en tal portento de pronto comprendería que cualquier mínimo movimiento en las cosas del mundo supondría indefectible trastorno de la mente, y que un nuevo pensamiento alteraría sin remisión los espacios todos, en una especie de gigantesca reacción en cadena.

Universo en blanco, que tiene su centro en todas partes y su término en ninguna, mente como territorio que alberga la universal profusión de las claves y los enigmas, ambos imágenes especulares que sólo podrían entenderse conspirando.

Tener por fin una idea y recorrer el camino que ésta dispone complicándose con las demás sería también recorrer los caminos del mundo todos; aún más, promover una nueva alianza de ideas, maridar los pensamientos con nuevos lazos, generaría en la redoma de la mental confusión un mundo por venir. El hidalgo manchego así lo cree y en los intersticios de su mente sueña otra cosa, que resulta ser la que es, porque ya no hay modo de ser cosa sin ser soñada. Y Hermes, el guardián de las mutaciones y de las encrucijadas, de este modo lo declara: «Por esta razón, Asclepios, el hombre es un gran milagro, un viviente digno de reverencia y honor. Pues posee la naturaleza de un dios como si él mismo fuera un dios; está familiarizado con el género de los demonios, sabedor de que procede del mismo principio».

En ese ir conociéndose la mente a sí misma que es ir conociendo el mundo este nuestro hombre de los misterios universales encuentra que sobre el vacío de las infinitas posibilidades las cosas, surgiendo del papel en blanco, se le van revelando como textos. La mente en su deambular de signo en signo va trazando un camino que sólo puede ser recorrido por el que sabe leer. Esto es, por el que sabe interpretar los signos. O dicho de otro modo, por el que se afana en la empresa de conocerse a sí mismo. Porque en el acto de interpretar tanto se revela el sentido del texto como el ser del intérprete. Porque Hermes, el sumo hermeneuta, es dios fronterizo y habita en el quicio de las puertas.

Milagro infinito éste del universo de los libros-espejos, que en lo mirado descubre al que mira –Las Meninas–, en lo narrado cuenta al que narra –el Quijote–, en lo geométricamente determinado pone de manifiesto la mente que desde lo matemático, esto es, desde sí misma, piensa toda geometría –el Discurso del Método–. Las cosas, textos, tejidos, se revelan como objetos de lectura y el mundo como un gran libro. Sumergido en esta empresa Descartes se dispone a indagar en el gran libro del mundo y en la ciencia que podría encontrar en sí mismo. Cervantes traza sobre una realidad de papel la más profunda y verdadera realidad de la vida. Y en los cuadros de Velázquez lo que tenemos es el cuadro del propio arte de pintar un cuadro. Todo es metateoría.

Veamos entonces el cuadro como un sortilegio de figuras que se refieren al mundo al mismo tiempo que al que así las concibe. No les pongamos nombre sino número, porque no podría ser de otra forma si el Universo está escrito en caracteres matemáticos, esto es, mediante los signos que la mente emplea en su afán de representarse a sí misma. ¿No sería la plenitud de toda empresa de conocimiento que lo racional fuera lo real y lo real lo racional?


Exploremos el mundo de las cosas y de la mente ensayando las mil variaciones que las formas y los colores concitan. Vaguemos por las innumerables ciudades pensables e invisibles: Samarkanda, Palmira, Babel, Alejandría, Éfeso, Biblos, Antioquía, Atenas, Bizancio...

«El Gran Kan ha soñado una ciudad: la describe a Marco Polo:

–El puerto está expuesto al septentrión, en la sombra. Los muelles son altos sobre el agua negra que golpea contra los cimientos; escaleras de piedra bajan resbalosas de algas. Barcas embadurnadas de alquitrán esperan en el fondeadero a los viajeros que se demoran en el muelle diciendo adiós a las familias. Las despedidas se desenvuelven en silencio pero con lágrimas. Hace frío; todos llevan chales en la cabeza. Una llamada del barquero pone fin a la demora; el viajero se acurruca en la proa, se aleja mirando hacia el grupo de los que se quedan; de la orilla ya no se distinguen los contornos; hay neblina; la barca aborda una nave anclada; por la escalerilla sube una figura achicada; desaparece; se siente alzar la cadena oxidada que raspa contra el escobén. Los que se quedan se asoman a las escarpas del muelle para seguir con los ojos al barco hasta que dobla el cabo; agitan por última vez un trapo blanco.

–Vete de viaje, explora todas las costas y busca esa ciudad –dice el Kan a Marco–. Después vuelve a decirme si mi sueño responde a la verdad.

–Perdóname señor: no hay duda de que tarde o temprano me embarcaré en aquel muelle –dice Marco–, pero no volveré para contártelo. La ciudad existe y tiene un simple secreto: conoce sólo partidas y no retornos».


Comentarios

Someone, de ayer ha dicho que…
Exactamente.

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