Semana de Pasión (17-04-2002)




     Esta Semana Santa contertulios insignes de las redes se han cruzado argumentos a propósito del valor de las procesiones, y concretamente, de las celebradas en Andalucía, que parece que son las que más fervor desatan. Hemos vuelto con creces a la Semana de Pasión, como estrenando sensibilidad tras años de sequía emocional, viviendo, con efecto retroactivo, la primera primavera. Por supuesto, todos llevaban algo de razón en sus aportaciones en pro o en contra, pero eso no es lo que más me ha interesado. Lo que me ha parecido digno de reseña es la coincidencia en la elección del tema. De pronto a algunas mentes que admiro (Manuel Ruiz Zamora, Félix Ovejero, Carlos Rodríguez Estacio) les ha subido una fiebre procesional y se han entregado al ejercicio de considerar la virtud o el interés del espectáculo. Un argumento se ha levantado frente a todos los demás: por encima de razones pías, estamos ante una celebración de la carne que, en su perfecta coreografía, estimula los sentidos, une al pueblo sin distinción de clases en una tradición de honda expresión artística y, al cabo, incluso anima al amor y a la jodienda, sin necesidad de acudir a Tinder ni a otras gaitas. ¡Vamos, un chollo emocional en estos tiempos de forzada sobriedad y continencia ingrata!

    Supongamos que podemos eludir el peso eclesial de las procesiones, que podemos considerarlas un acto civil (Carlos incluso ha apuntado en esta línea el enfrentamiento entre las hermandades sevillanas y el poder eclesiástico) y, aunque eso en Madrid nos suene a chino (las procesiones aquí, antaño cosa de cuatro gatos trasnochados, se las inventó multitudinarias un sevillano, Álvarez del Manzano, en feliz connivencia con un gallego, Rouco Valera, príncipe por aquel entonces de la curia diocesana), resulta que consideramos entonces únicamente el valor social o cultural de lo que se nos ofrece como una fiesta popular capaz de promover relaciones de concordia, trabajo en común y cultivo de las tradiciones, junto a una exaltación de hondos estremecimientos expresivos que hay que vivir de cerca, casi mamarlos, para poderlos experimentar en su poderosa intensidad. Todo muy en la línea de los tiempos que corren: al acontecimiento se le extraen sus connotaciones políticas o religiosas, incluso su carga histórica, para quedarnos sólo con la cara sentimental y artística, con el espectáculo en su poderosa efectividad. Ante esto, el ponerse volteriano a estas alturas no vendría a representar más que una insistencia de aguafiestas cascarrabias y viejuno, un racionalismo impostado y fundamentalista que, ciego en su posición, no sería capaz de relajarse y disfrutar de la fiesta.

    Y yo puestas las cosas en estos términos no tengo nada que decir. Me parece bien que cada cual se emocione hasta las cachas con lo que le venga en gana, siempre, de acuerdo con Javier Marías, que nos dejen llegar al portal de casa sin tener que troncharle a nadie un cirio en la sesera. Lo que no quisiera rehuir es considerar la fortaleza de los dos argumentos que han protagonizado la ferviente defensa del espectáculo: el valor de la intensificación sensitiva y el de la fiesta comunal.

    En lo que atañe al primer argumento, por supuesto que estoy de acuerdo y entiendo que funciona. Y ese es el problema. Defender a estas alturas el valor de algo por su virtud sensible o sensiblera es lo normal, lo habitual, lo que todos pretenden y lo que todos encuentran. El mainstream de la argumentación. Me da igual que estemos ante una fiesta popular, las notas de un alumno o la consideración de la figura de un físico nuclear. Lo raro sería escuchar la defensa de algún otro valor psicológico, porque a todos los demás hemos logrado exterminarlos. En esta línea no es descabellado abrir el artículo de 15 del mes en curso de Lorena G. Maldonado en EL ESPAÑOL titulado: “Paseando a tu puta madre” y de inmediato descubrir idéntica profusión de arrebato emocional procesionario, por supuesto para acabar hablando, como siempre, de ella misma, de su familia y de sus sentimientos, porque al final el sentimentalismo tiende a resolverse en una exaltación de narcisismo impenitente. ¡Qué maravillosa es la Semana Santa, que me llena de emoción!: «Ahí me deslumbra por entero su belleza grave y tensa, solemne en la era del botox y el selfie sacando la lengua. Ahí las velas son de verdad sacras. Ahí se reinicia el mundo y sus ficciones emblemáticas, su poderoso fervor, su romanticismo. Entonces guardo silencio y entro en otro estadio sin moverme de la baldosa».

    El imperio de los sentidos se ha extendido de tal manera que a duras penas nos deja un resquicio por el que se cuele alguna otra forma de experiencia intelectual. Y lo preocupante no es que nos deleitemos en la emoción, que al fin y al cabo es gran deleite; lo grave es que parece que no sabemos hacer otra cosa, ya sea en Semana Santa, en la Feria, en el Rocío, en el puente del 2 de mayo o en los Sanfermines, cosa que además está bien, porque se trata de eso, que es lo que tiene valor, y no de cualquier otra cosa inútil. Las consecuencias de esta monovarietal a la que hemos reducido la cosecha las vemos todos los días en las aulas, en las casas y en las calles. El libro “Nadie nace en un cuerpo equivocado” ofrece sobre todo un claro alegato contra esta hegemonía del sentimentalismo, alegato que por supuesto ha provocado un rechazo inmediato de los comisarios de la pureza de la experiencia emocional.

    Por otra parte, con la relación social popular ocurre lo mismo. No hay otra que valga. Lo único que se estimula es la festividad patria (como en Brasil, capaces de montar el Carnaval pero incapaces de mantener un negocio funcionando), y para justificarlo se nos vuelve a proponer otra simplificación insuperable: no podríamos esperar ni desear otra forma de conducta porque también hemos reducido lo virtuoso ético a lo popular. No hay más valor que el de la enajenación, el alterne, como decía Ortega. El ensimismamiento pasó a mejor vida. Lo de ser animales de muchedumbre y hacer todo lo posible por encontrarnos juntos y revueltos constituye la finalidad de nuestras existencias, y nos lo recuerda todos los días el telediario. Por eso el confinamiento de la pandemia volvió loca a la gente: nadie puede aguantar ya ni tres minutos solo en silencio, como le ocurre casi de nacimiento a nuestros alumnos pueriles. Para evitar esa tragedia y fomentar la ocasión salvífica de la fiesta estamos dispuestos a entregar nuestras almas. Y en efecto, en la confección y desarrollo de la fiesta se desparrama todo el talento y el sacrificio de un pueblo en cuyo territorio no se ponía el sol. Una barbaridad que quita el sentío. Y sin embargo habría que preguntar: ¿para qué? ¿una acción tan costosa, tal alarde de organización, absolutamente todo entregado a la fiesta que se disipa? ¿Y mientras tanto tragando carros y carretas? ¿Incapaces de hacer una buena ley de educación, de aminorar el paro, de contener la economía, de desalojar del gobierno a los crápulas? Que se me entienda bien. No quiero decir que me parezca vituperable el esfuerzo entregado en la fiesta. Lo que pregunto es que en qué queda, dónde va a parar todo eso, a dónde va esa solidaridad, esa unión, ese cuidado de lo común. ¿Se escurre por el fregadero hasta el año siguiente? ¿Esta hecha la fiesta precisamente para eso? ¿Para que la capacidad de acción de los ciudadanos de nuestro país se gaste, de manera sublime, pero se gaste, y no vuelva hasta la siguiente primavera, si el tiempo no lo impide?

     Otra vez acudo al magisterio de Lorena G. Maldonado: «Como toda niñata progre, hubo un momento de mi adolescencia rebelde en el que renegué de la Semana Santa y huía a comer pescado a Pedregalejo, y ni tan mal. Fue un proceso necesario para llegar a entender que me lo estaba perdiendo todo, que estaba ciega de pragmatismo, que sólo lograba arañar la superficie de la fiesta. Fue absurdo, pienso ahora, porque a mí lo que más me interesa del mundo es lo ilógico, lo onírico, lo simbólico, lo pasional, es decir, todo lo que no se puede medir con umbrales claros (como el amor entre dos personas, que nada tiene que ver con el tiempo que duran juntas; o como el arte, que nada tiene que ver con el precio de la pieza; o como la cultura de un país, que nada tiene que ver con su alfabetización)».

   Así. Sin alfabetización, pero con la voluntad de poder del señorito nietzscheano para hacer de la vida una obra de arte. En el entreacto le colocas unas mascarillas al Ayuntamiento de Madrid y a tirar con el yate y los deportivos. Y hasta la próxima.

Comentarios

Entradas populares