El hombre del casino provinciano





El sábado 14 del corriente Fernando Savater publicaba en la Tribuna de EL PAÍS, el periódico global en español, un artículo que parecía hablar de ese asunto tan controvertido de la autoridad de los profesores pero que realmente, de tapadillo, nos volvía a traer a la palestra una cuestión cuya rabiosa actualidad no logro comprender por más que lo intento. Es cierto que debería haberlo entendido ya, por la profusión de acicates que me rodean: un cineasta que vuelve a proponernos como tema candente la lucha contra la Iglesia, una política nacional en la que la Iglesia se manifiesta y se coloca en el candelero de la opinión pública, como si nos importase o afectase algo tal opinión, un continuo y telediario forcejeo de los poderes del Estado con los mandamases eclesiásticos, como si éstos constituyesen el interlocutor válido y único de las decisiones legislativas de esta tan moderna democracia novecentista...
Debería ya haber entendido por qué un catedrático de Ética, lector de Cioran y tan hijo de su tiempo, cuando va a tratar de la autoridad del profesor, no se ocupa de señalar a los políticos que de forma pública y notoria han acabado con tal función a golpe de legislazo, sino que inmediatamente nos pone delante de los del crucifijo, esto es, nos instala de patitas en el casino del pueblo, donde los prohombres liberales hablan de las últimas ocurrencias del cura párroco, con los hombros llenos de caspa y bajo el bigote gris labios de hastío.
La cuestión es peliaguda, porque, en los escritos de algunos intelectuales presuntamente progresistas de esta época nuestra, no parece haber más cuestión que la anticlerical, y vive Dios que yo no adivino a entender qué trauma infantil no superado les ha hecho no ver más enemigo que éste, cuando el enemigo real, no el fantasma inconsciente del trauma, campa por sus respetos de manera manifiesta y chulesca en los Parlamentos, en los Gobiernos, en las Leyes y en los despachos de las Administraciones Públicas (a veces incluso, como en el caso de los Cristianos socialistas —Peces Barba, Bono, etc— o en el de los píos opusdeístas o legionarios del PP —José Trillo, Ana Botella— dándose la coincidencia de que el enemigo, además de político, sea también santurrón meapilas).

El texto de Savater empieza bien, aunque no logra del todo distinguir con precisión la autoridad que cabe atribuir a la función de
profesor y la que puede poseer por esta razón o la de más allá una persona (por carisma, distinción, poder, sabiduría, bondad, etc, etc). No pasa nada. Casi nadie en las discusiones habidas estos últimos días ha sabido distinguir una castaña de un huevo (salvo honrosas excepciones) e incluso se ha dado el caso de que los detractores de la función docente de inmediato han aprovechado la coyuntura y han soltado la perla esa de: “la autoridad no se concede, hay que ganársela”, poniendo de manifiesto que para ellos, los salvadores de la educación, el oficio de enseñar no merece ni el más mínimo de los respetos, respeto que sí merece, según ellos, el que, personalmente, por sus propias gracias, puede ganárselo. O sea, sálvese quien pueda y a los demás que os den por... donde amargan los pepinos. ¡Son de un gracioso éstos salvadores de la educación! ¡De un progresista y de un enrollao!

Savater comienza así:
“Muchos de los que se oponen a conceder a los docentes estatuto de autoridad pública (casi siempre porque la propuesta proviene de fuera de su clan) sentencian que "la autoridad no es algo que pueda conferirse por decreto sino que hay que ganársela". Y se quedan muy orondos después de proferir lo que en la mayoría de los casos es una obviedad y, en el que nos ocupa, también una sandez. Sin duda la auctoritas del maestro -o sea, el espontáneo respeto y casi veneración a su figura y a su magisterio- es cosa que algunos conquistan merced a sus dotes personales: habilidad para comunicar, simpatía, equidad, etc... En una palabra, carisma: algo que no siempre dan la experiencia ni la buena voluntad. Estupendo para quien lo posee y para los afortunados que han disfrutado de profesores así.
Pero el carisma no basta, porque hay buenos profesores que no lo tienen... así como también alumnos y padres refractarios ante él. Y ni las clases van a suspenderse ni las escuelas cerrarse o convertirse en un infierno por la falta de carisma.
También la armonía conyugal (o entre padres e hijos) es cosa que no puede ordenar un juez, pero por si acaso es bueno que haya una legislación bien clarita contra el maltrato. Carismática o no, la figura del profesor debe ser reforzada: dotarla de rango de autoridad pública no es sino institucionalizar el respaldo social que siempre merece. Se establece que en su caso, como en el de otros servidores públicos, los menosprecios y agresiones tienen mayor gravedad que las rencillas privadas porque implican la obstaculización de un propósito común y necesario para toda la ciudadanía. No solventa desde luego todos los problemas de la escuela pública actual, pero colabora a mejorar el estatuto de quienes más directamente los padecen.”


Ahora es cuando viene el giro que descoloca:

“Claro que en nuestro país ese objetivo social no es aceptado sin abundantes discrepancias. Algunos creen que la enseñanza no debe ser -en el terreno moral y cívico- más que una reiteración ampliada de las doctrinas que profesan los progenitores, sean cuales fueren: los maestros sólo son unos empleados al servicio de los prejuicios familiares. Ni educación para la ciudadanía, ni ciencias del mundo contemporáneo, ni formación sexual obligatoria, nada de lo que pueda alterar sacrosantas supersticiones caseras. Para otros, separar a los varones de las hembras da mejores resultados académicos (quizá debiéramos extender la receta a la sociedad entera, quién sabe si hallaríamos así el paraíso) y no faltan defensores de que los niños no deberían ir a la escuela a corromperse y perder el tiempo, porque como en el hogar no se aprende en ninguna parte. Invocar cualquier tipo de consideración socializadora o de los derechos de la comunidad a la formación de quienes van a gozar de sus garantías democráticas les parece a esos pedagogos disociativos una imposición totalitaria.”

Y más adelante:

“A raíz de la obvia sentencia del Tribunal de Derechos Humanos europeo sobre el crucifijo en las aulas, hemos vuelto a oír las protestas habituales, igual de mal argumentadas. Los unos: "¿A quién puede ofenderle un crucifijo, símbolo de perdón, etcétera?". Respuesta: a nadie, claro. En cambio, ofende a los laicos y a los partidarios de la libertad de conciencia que se invada un espacio que debe permanecer confesionalmente neutral con símbolos respetables pero partidistas. Los otros: "¡Ignorantes, se trata de una expresión cultural, no religiosa!". Respuesta: ignorante usted, so merluzo, porque el crucifijo es una expresión cultural en tanto que religiosa. La prueba: colocar sobre la taza del retrete una reproducción de la Gioconda o del Pensador de Rodin (más apropiado) puede ser de mejor o peor gusto ornamental, pero poner un crucifijo será una provocación que irritará justificadamente a muchos creyentes.
Dejo de lado a los multiculturalistas que recomiendan traer a las aulas, junto al crucifijo, versículos del Corán, candelabros de siete brazos, imágenes de Buda, moais de la Isla de Pascua, etcétera. En época de crisis, no es bueno sobrecargar los gastos de material escolar”.


¡Pues con estos mimbres vaya cestos que vamos a hacer! Nos podemos figurar en qué hubiese quedado convertido el señor Germain, el maestro de Camus que Savater rememora en el artículo, si en lugar de tener que enseñarle literatura al pequeño Albert hubiese tenido que transmitirle sus opiniones sobre conducta sexual profiláctica, sobre valores buenrrollistas o sobre moral contemporánea tecnocientífica a la mayor gloria de Al Gore. Estoy seguro que Camus se hubiese acordado de él por las pelotillas que le tiraban en clase. Savater es incapaz de ver que el desprestigio de la función docente proviene, entre otras muchas causas, de esta capacidad del Legislador para colocar como enseñable en las aulas lo que no pasa de ser un asunto de decisión personal y, por tanto, subjetiva, relativa, individual. Y que la conversión de la
enseñanza de las materias en educación para los valores es el mayor atentado cometido contra el sistema estatal de enseñanza vía LOGSE. Pero él no ve esto. Él, aceptando que lo que hay es chachipiruli, de inmediato encuentra los culpables en los padres intransigentes o segregacionistas y en los intolerantes del crucifijo o de la media luna. ¡Cuando resulta que a éstos el sesgo que ha tomado la enseñanza, su metamorfosis en educación moral, les ha venido de perlas! ¿No sabe el señor Savater que el desmesurado aumento de la enseñanza privada sufragada por el Estado se ha visto facilitado por la “moralización” del aula, por esa posibilidad de que los padres eligan “la educación que creen más adecuada para sus hijos”, esto es, por la apertura de un “mercado de valores”?
Si algunos progenitores han llegado a creer que la enseñanza no debe ser más que una reiterada ampliación de sus doctrinas, como él sostiene, resulta que ha sido por dos razones, las dos achacables a un poder político al que don Fernando nunca se refiere:
1) porque el Legislador desde la LOGSE no ha parado de conceder un protagonismo a los progenitores totalmente escandaloso, enfermizo, tóxico;
2) porque el Legislador no ha cejado en ese tiempo de repetir que la enseñanza es asunto doctrinario (léase usted cualquiera de las últimas leyes), despreciando la transmisión del conocimiento objetivo (a la que llama despectivamente “academicismo”) y propulsando la demagógica y doctrinaria “educación de la persona”.

Señor, Savater, ¿cómo no van a estar encantados los progenitores tendenciosos o los religiosos que han cambiado el púlpito por la pizarra con este chollo que les ha montado con sus dos leyes generales el Partido Socialista y Obrero y Español? ¿Cómo no van a aplaudir hasta rabiar los que siempre habían deseado que las aulas fuesen lugares de propagación de sus valores? ¿Se figura usted lo cojonudo que debe sentirse el que ahora tiene la posibilidad de educar para la ciudadanía abertzale con la bendición del Ministerio de Educación del Estado español? ¿No se da usted cuenta de que si padres tendenciosos o religiosos intransigentes protestan es porque son la otra parte contratante de este sucio negocio?

Dejo una copia de la carta referente a este asunto que envié al director de EL PAÍS, el periódico global en español, y que no me pudieron publicar por falta de espacio, como ocurrió con todas las anteriores.

Dice:

“Señor Savater, perdone que le corrija en este punto pero creo que no ha acertado usted al plantear la oposición que exponía en su artículo de la tribuna del pasado sábado. En lo que atañe al terreno moral y cívico, señala usted la asignatura de “Educación para la Ciudadanía” frente a sus detractores fideístas, como si la tal asignatura (por llamarle algo a cincuenta minutos semanales de ná) efectivamente ofreciese algo diferente a lo que propagan los censores del crucifijo. Nada más lejos. Una de las redactoras del texto de Santillana, por ejemplo, es una conocida catequista. En los Institutos, antes de que estos cincuenta minutos doctrinales nos arruinasen las horas de los Seminarios, se enseñaba “Ética”, materia de la que usted es catedrático, y que, después del desaguisado producido, se ha quedado en un no sé qué también de cincuenta minutos semanales. No creo que se pueda defender la autoridad del profesor acudiendo a los últimos enredos de la pedagogía política, que no sólo han demolido los horarios de las asignaturas que explicábamos, sino que además tergiversan el oficio de profesor. Claro que es menester enseñar lo que uno juzga conveniente (sobre política, sobre la repercusión de la ciencia, sobre sexo humano o angélico, etc...), pero no por temas en un aula de Instituto. Porque nadie, ni los del crucifijo ni los de la democracia, tienen derecho a tomar las aulas elevando a materia de estudio reglada su personal y discutible decisión. Y éste es asunto profesional que poco atañe a padres, pedagogos o ministros. Estaría bueno que, en aras de un Estado democrático, quien dictase qué es ciencia y qué no fuese el Presidente del Gobierno”.

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